Cuando era niña tenía una conexión emocional con mi ropa. Me imagino que ese sentimiento era la combinación de varios factores, donde la escasez primaba por sobre todos los otros. Ello porque en los raros 80s de mi infancia (nací el 81), la indumentaria no era barata y al menos, en mi casa de 4 herman@s, el clóset era funcional y limitado. Por lo mismo, lo "poco" que tenía lo quería y usaba hasta el hartazgo. Sin embargo, cuando crecí algo cambió. Rompí mi vínculo hasta que una pregunta golpeó mi realidad: ¿Quién hizo mi ropa? Esa simple interrogante me reencontró con mis recuerdos. En las próximas líneas te cuento las razones de este reencantamiento.
Hace unos días compartía en mi Instagram una foto, donde a mis 10 años, posaba en mi querido aromo junto a un libro que marcó mi infancia, "La cabaña del tío Tom". En ella luzco una de mis tenidas favoritas compuesta por una polera (camiseta) y falda, que "no juntaban ni pegaban", pero que eran el vivo reflejo de una etapa, donde el vestir no era un tema en mi vida.
De hecho, esa falda colorida -el terror de mi mamá- me la compraron en un bazar de la Parroquia donde solíamos ir a misa (mi familia era de misa dominical) en Villa Alemana, la ciudad donde pasé la mayor parte de mi infancia hasta mis primeros años de juventud.
De "fancy" (sofisticada) no tenía nada, sin embargo, había un encanto en ella que me hacía usarla con las combinaciones más insólitas y en la situaciones más increíbles como estar arriba de un árbol (para mí árboles y faldas no eran incompatibles).
Pero esa prenda, no era la única con la que compartía historias o sentimientos. Habían varias otras que eran herencias de mi mamá o compras exclusivas bajo el alero de mi papá, que me hacían quererlas y no soltarlas hasta que estaban desteñidas a morir o ajadas por el uso.
Sin embargo, a medida que fui creciendo, mi relación sentimental con mis prendas se relativizó fruto de la oleada de vestuario barato, que comenzó a poblar los percheros de las tiendas de mi comuna y las aledañas, transformando la ropa en meros comodines que tapaban mi cuerpo.
La pérdida del sentido de escasez, también me hizo perder mi conexión emocional con mi clóset.
No obstante, un día como hoy hace seis años, algo hizo clic en mí. Más de 1.000 personas murieron como consecuencia del derrumbe del complejo Rana Plaza en Bangladesh, donde se producían grandes marcas de vestuario internacional, que también podemos comprar en Chile.
La visibilización de la realidad aberrante tras una industria que nos vende sofisticación y mucha frivolidad, me entumeció y me hizo darme cuenta que la desconexión con mi indumentaria también aportó a que ese hecho ocurriera.
Desde el minuto que dejé de pensar en los relatos que encerraban mis prendas, las separé de quienes las había confeccionado, y por ende, de las manos que permitieron que estuvieran en mi clóset.
Ahí supe que esas manos generosas que en mi niñez eran fácilmente reconocibles -porque la ropa tenía "nombre" u origen conocido- habían desaparecido al crecer debido a la brutalidad de un sistema económico donde la deslocalización, no sólo cambió los centros de producción, sino también invisibilizó a quienes participaban de la cadena de valor de esas etiquetas.
La simple pregunta de ¿Quién hizo mi ropa? -del movimiento Fashion Revolution- me hizo pensar en las personas cuyo esfuerzo y tesón me permitían no sólo cubrir mi cuerpo, sino también poblar mi vida de historias. Historias donde la ropa marcaba mis recuerdos y transformaba lo que la gran Pía Montalva ha llamado el "relato autobiográfico".
Desde ese momento, decidí que la ropa que entrara a mi hogar, no sólo iba a tener un sentido, sino también "cara y nombre" para recordarme, que el día que dejé de querer mi ropa permití que mujeres y hombres, al otro lado del planeta, dieran su vida por mi clóset.
Hoy me reencanto con mi vestuario, pero también con los relatos que lo hacen único.
Abre tu clóset y cuéntame: ¿Quién hizo tu ropa?
Quién hizo mi ropa o cómo saber quién la hizo me reencantó con mi clóset
Hace unos días compartía en mi Instagram una foto, donde a mis 10 años, posaba en mi querido aromo junto a un libro que marcó mi infancia, "La cabaña del tío Tom". En ella luzco una de mis tenidas favoritas compuesta por una polera (camiseta) y falda, que "no juntaban ni pegaban", pero que eran el vivo reflejo de una etapa, donde el vestir no era un tema en mi vida.
De hecho, esa falda colorida -el terror de mi mamá- me la compraron en un bazar de la Parroquia donde solíamos ir a misa (mi familia era de misa dominical) en Villa Alemana, la ciudad donde pasé la mayor parte de mi infancia hasta mis primeros años de juventud.
De "fancy" (sofisticada) no tenía nada, sin embargo, había un encanto en ella que me hacía usarla con las combinaciones más insólitas y en la situaciones más increíbles como estar arriba de un árbol (para mí árboles y faldas no eran incompatibles).
Pero esa prenda, no era la única con la que compartía historias o sentimientos. Habían varias otras que eran herencias de mi mamá o compras exclusivas bajo el alero de mi papá, que me hacían quererlas y no soltarlas hasta que estaban desteñidas a morir o ajadas por el uso.
Sin embargo, a medida que fui creciendo, mi relación sentimental con mis prendas se relativizó fruto de la oleada de vestuario barato, que comenzó a poblar los percheros de las tiendas de mi comuna y las aledañas, transformando la ropa en meros comodines que tapaban mi cuerpo.
La pérdida del sentido de escasez, también me hizo perder mi conexión emocional con mi clóset.
No obstante, un día como hoy hace seis años, algo hizo clic en mí. Más de 1.000 personas murieron como consecuencia del derrumbe del complejo Rana Plaza en Bangladesh, donde se producían grandes marcas de vestuario internacional, que también podemos comprar en Chile.
La visibilización de la realidad aberrante tras una industria que nos vende sofisticación y mucha frivolidad, me entumeció y me hizo darme cuenta que la desconexión con mi indumentaria también aportó a que ese hecho ocurriera.
Desde el minuto que dejé de pensar en los relatos que encerraban mis prendas, las separé de quienes las había confeccionado, y por ende, de las manos que permitieron que estuvieran en mi clóset.
Foto: Fashion Revolution |
Ahí supe que esas manos generosas que en mi niñez eran fácilmente reconocibles -porque la ropa tenía "nombre" u origen conocido- habían desaparecido al crecer debido a la brutalidad de un sistema económico donde la deslocalización, no sólo cambió los centros de producción, sino también invisibilizó a quienes participaban de la cadena de valor de esas etiquetas.
La simple pregunta de ¿Quién hizo mi ropa? -del movimiento Fashion Revolution- me hizo pensar en las personas cuyo esfuerzo y tesón me permitían no sólo cubrir mi cuerpo, sino también poblar mi vida de historias. Historias donde la ropa marcaba mis recuerdos y transformaba lo que la gran Pía Montalva ha llamado el "relato autobiográfico".
Desde ese momento, decidí que la ropa que entrara a mi hogar, no sólo iba a tener un sentido, sino también "cara y nombre" para recordarme, que el día que dejé de querer mi ropa permití que mujeres y hombres, al otro lado del planeta, dieran su vida por mi clóset.
Hoy me reencanto con mi vestuario, pero también con los relatos que lo hacen único.
Abre tu clóset y cuéntame: ¿Quién hizo tu ropa?
(Imagen principal gentileza de Fashion Revolution)
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