Crear marca local es una tarea ardua y compleja dado el escenario de la moda en la mayoría de los países de Latinoamérica. De hecho, en lugares como Chile donde el retail y la moda rápida (fast fashion) ponen la vara (precios, expectativas, entre otros), esa labor ha supuesto -para diferenciarse- construir confianzas, explicar relatos y transparentar procesos. Por lo mismo resulta descorazonador cuando se traiciona este espíritu de "fair play" con "publicidad engañosa" y curatorías que se guían solo por la estética. Pero sin querer detenerme en particular sobre la polémica surgida en los últimos días, quiero reflexionar sobre por qué vender moda local supone una responsabilidad ética y empresarial, que no puede ser obviada o ignorada.
Por años la moda local ha tenido que sobrellevar prejuicios (algunos debido a hechos concretos, lamentablemente) sobre su calidad y elaboración. Sin embargo, a fuerza de un proceso de profesionalización del sector y del crecimiento de varias etiquetas, muchas de ellas han demostrado que lo producido en el país puede ser de gran calidad y durabilidad, lo que ha ayudado a que su elección se transforme en una inversión para nuestro clóset más que en un gasto.
A ello se suma el contexto socioeconómico y ambiental -estallido social, crisis económica y climática más una pandemia-, que nos ha obligado a repensar nuestras maneras de consumir y de ponerle más atención a la forma en que se están produciendo los bienes y servicios que nos ofrece el mercado. En lo local hemos encontrado una alternativa de compra consciente y responsable, que la oferta masiva casi no considera.
Lo anterior se ha ido consolidando en base a un relato, que nos habla de valores, estilos de vida, nuevas formas de producción y maneras de ver el mundo, que no pueden quedarse solo en la retórica, sino que deben contener sustancia para no llegar a ser consideradas mero marketing vacío o "lavado" de cualquier especie.
En esa línea la transparencia ha sido clave, así como la trazabilidad de los procesos, que permiten justificar la "historia" detrás de cada prenda y/o complemento, así también su precio. Todo ello en el entendido, que el valor debe estar basado no sólo en el "nombre de la marca", sino también en la utilización de determinados materiales, procesos limpios, pago justo a la mano de obra, entre otros. Porque inflar los precios no sólo le hace mal a la marca que lleva a cabo esa práctica, sino también a toda la escena local que pierde credibilidad.
En definitiva, quienes crean local tomando en cuenta todos los factores expuestos, ponen en valor la industria y el territorio. Por lo tanto, vender esa moda no es sólo vender un producto, sino también vender imagen país, es decir, atributos intangibles de una nación y/o colectivos, lo que países como Francia e Italia han sabido explotar por décadas, cuidando su "hecho en" como parte de su patrimonio cultural.
Asimismo, vender moda local implica una responsabilidad con el territorio, en el que artesanxs y oficios tradicionales luchan por ser reconocidos, valorados y pagados en proporción a su trabajo y horas de dedicación. Ignorar este punto es seguir invisibilizando a esas personas, que son tesoros humanos vivos, guardianes de la cultura y patrimonio popular.
En esta línea, cuando se traiciona cualquiera de los puntos antes expuestos, no sólo se echa por la borda el trabajo de un sinnúmero de etiquetas que han bogado por cumplir con estos "preceptos", sino también el esfuerzo de medios de comunicación como QT y varios otros que se la han jugado por elevar lo local a un plano de excelencia, más allá de cualquier chovinismo. Porque la pérdida de confianza del público supone una herida profunda a la intención de crear un sistema moda nacional sostenible.
Vender moda local no puede ser solo un negocio. Hoy la escena creativa lo demanda, pero también la ciudadanía que está aburrida de los engaños y exige un país más justo, transparente y digno para todxs.
Vender moda local, no sólo un negocio
Por años la moda local ha tenido que sobrellevar prejuicios (algunos debido a hechos concretos, lamentablemente) sobre su calidad y elaboración. Sin embargo, a fuerza de un proceso de profesionalización del sector y del crecimiento de varias etiquetas, muchas de ellas han demostrado que lo producido en el país puede ser de gran calidad y durabilidad, lo que ha ayudado a que su elección se transforme en una inversión para nuestro clóset más que en un gasto.
A ello se suma el contexto socioeconómico y ambiental -estallido social, crisis económica y climática más una pandemia-, que nos ha obligado a repensar nuestras maneras de consumir y de ponerle más atención a la forma en que se están produciendo los bienes y servicios que nos ofrece el mercado. En lo local hemos encontrado una alternativa de compra consciente y responsable, que la oferta masiva casi no considera.
Lo anterior se ha ido consolidando en base a un relato, que nos habla de valores, estilos de vida, nuevas formas de producción y maneras de ver el mundo, que no pueden quedarse solo en la retórica, sino que deben contener sustancia para no llegar a ser consideradas mero marketing vacío o "lavado" de cualquier especie.
En esa línea la transparencia ha sido clave, así como la trazabilidad de los procesos, que permiten justificar la "historia" detrás de cada prenda y/o complemento, así también su precio. Todo ello en el entendido, que el valor debe estar basado no sólo en el "nombre de la marca", sino también en la utilización de determinados materiales, procesos limpios, pago justo a la mano de obra, entre otros. Porque inflar los precios no sólo le hace mal a la marca que lleva a cabo esa práctica, sino también a toda la escena local que pierde credibilidad.
En definitiva, quienes crean local tomando en cuenta todos los factores expuestos, ponen en valor la industria y el territorio. Por lo tanto, vender esa moda no es sólo vender un producto, sino también vender imagen país, es decir, atributos intangibles de una nación y/o colectivos, lo que países como Francia e Italia han sabido explotar por décadas, cuidando su "hecho en" como parte de su patrimonio cultural.
Asimismo, vender moda local implica una responsabilidad con el territorio, en el que artesanxs y oficios tradicionales luchan por ser reconocidos, valorados y pagados en proporción a su trabajo y horas de dedicación. Ignorar este punto es seguir invisibilizando a esas personas, que son tesoros humanos vivos, guardianes de la cultura y patrimonio popular.
En esta línea, cuando se traiciona cualquiera de los puntos antes expuestos, no sólo se echa por la borda el trabajo de un sinnúmero de etiquetas que han bogado por cumplir con estos "preceptos", sino también el esfuerzo de medios de comunicación como QT y varios otros que se la han jugado por elevar lo local a un plano de excelencia, más allá de cualquier chovinismo. Porque la pérdida de confianza del público supone una herida profunda a la intención de crear un sistema moda nacional sostenible.
Vender moda local no puede ser solo un negocio. Hoy la escena creativa lo demanda, pero también la ciudadanía que está aburrida de los engaños y exige un país más justo, transparente y digno para todxs.
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